11/06/2011

La dificultar de amar a los Hermanos


El otro día, bajaba yo a por el pan a la tienda que esta en la plaza grande, de mi pueblo. Un día de estos en los que amaneció un sol radiante. Todo mi cuerpo se sentía agradecido a ese sol maravillo. Levanté la cabeza al cielo para dar gracias al Altísimo por el don del calorcito y mi corazón se llenó de felicidad; en mi cara apareció una sonrisa y con ella fui saludando a todos los vecinos que se cruzaban en mi camino. Se me salía el amor por los poros, aunque, bien sabía yo que eso era también un regalo. Entré en la tienda. Había varias personas comprando y hablando entre ellas, como suele suceder en todos los pueblos. No pude evitar oír lo que decían.
– El moro ese que vivía enfrente de tu casa, si, ese que la mujer limpiaba casas... los que tienen tres hijos. ¿Te has dado cuenta el collar de oro que llevaba la mujer ayer cuando bajó a la tienda?
– ¡Y cómo viste últimamente!
– Pues el cochecito que se han comprado.... Eso seguro que no viene de nada bueno.
– Eso digo yo. Hace dos días, bajaban a coger comida a Cáritas. ¡Menudas bolsas se subían!
– Y sabe Dios el dinero que se habrán llevado. Luego el cura éste pide para "los pobres". ¡Si los pobres al final vamos a ser nosotros!
Sabía de quién hablaban y sabía también los problemas de dinero y de trabajo que habían tenido aquellas personas. Las lágrimas que ella había derramado por la impotencia de salir adelante, de dar de comer a sus hijos. Todo lo que algunas personas, creyéndose tal vez caritativas al darle su ropa vieja sucia, restos de legumbres que no eran tan buenas de guisar como el comprador había esperado, pasta barata, aceite de la más baja calidad, juguetes usados rotos y sucios..., habían humillado día tras día a aquella familia... a aquella mujer.
Se me empezó a agriar el desayuno. Conseguí pedir mi barra de pan entre frase y frase de tan humanitario personal y salí escopetado a tomar aire fresco, antes de no poder remediarlo y faltar a mi vez a la caridad soltando un exabrupto.
Me fui a mi casa, pensando que tal vez los pobres, a lo mejor, no tenían derecho a prosperar. Que debían dejarse humillar, ellos y sus hijos para siempre, para que los ricos les pudieran dar sus sobras y sentirse así buenos y santos cristianos. Que el primer mandamiento del pobre era agradecer toda su vida lo que otro, de no existir él, hubiese tirado. Pensé en mi amado, en Jesús de Nazaret, con su túnica nueva; aquella túnica sin costuras que nadie se atrevió a romper tras la crucifixión porque era de gran calidad. Pensé, ¿Habría entre los que pidieron a gritos a Pilatos su crucifixión, alguno que se sintiese "ofendido" ó "ultrajado", de que un pobre, uno que iba pidiendo, llevara una túnica de tan buena calidad? Intenté Imaginarme la conversación en algún mercado:
– ...El de Nazaret, ese que dicen que es profeta, o Mesías o mago...
– ¿Ese que cura a los enfermos?
– ¡Bah! Eso es algún truco que preparan sus discípulos para sacar dinero...
– ¿Cual dices? ¿Ese que dice que vendamos todo y se lo demos a los pobres...?
– ¡Sí, hija, ese!. Pero el pobre al que se refiere debe ser Él . ¡Fíjate, si no, cómo viste!
Es cierto lo que dice la Escritura. Que tienen un corazón de piedra. Y que ni ven, ni oyen, ni entienden. Quisiera amarlos, Señor, como Tú los amaste porque te dolían. Te dolía no lo que te hacían, sino lo que se hacían a sí mismos siendo así. Pero, ¡Me resulta tan difícil amar a veces a mis hermanos...!

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