1/06/2012

QUE TU MANO IZQUIERDA NO SEPA………..

Me lo enseñaron desde que era una minúscula cría. Como la mayoría de las familias católicas, la mía creía su deber inculcarme la "auténtica" noción de la caridad.
Que tu mano izquierda no sepa nunca lo que hace tu mano derecha. Otro cantar fue descubrir, con el paso del tiempo, que la caridad era muchísimo más que el ocultamiento silencioso de una mano a otra. Enfrenté el desengaño cuando vi. a la generosidad vanagloriarse de regalar vejeces, inutilidades, sobrantes. Sufrí vergüenza cuando la primera carita sucia con que me topé se moría de hambre, mientras yo me llenaba hasta la hartura. Para mis escasos años, cada Navidad era un tormento. No alcanzaba a comprender que padres y madres hasta cerca de la media noche todavía deambularan por los mercados en busca de un pequeño regalo o de uno que otro bocado. Controlaba el reloj y me repetía sin cansancio "ya van a ser las doce y no están en sus casas". La angustia me apresaba.
Pero un día me di cuenta del porqué. No importaba llegar tarde. Era preferible que algo llenara por lo menos una de las dos manos. Después la caridad tomó otro cariz. Los Años Viejos trajeron viudas pedigüeñas, que paraban los coches y lloraban soledad. "Una caridad para el Año Viejo". Y, cosa curiosa, nunca faltaban monedas. Es más, una salía predispuesta a la dádiva. Claro, se trataba de un juego. Allí no cabían el dolor, ni la miseria, ni el hambre, ni la violencia, ni el abandono. También yo hice Años Viejos y pedí caridad. Siguió pasando el tiempo y una buena mañana, tarde o trasnochada madrugada, no sé, decidí nunca más dar "caridad". No era suficiente con que mi mano izquierda no supiera lo que hacía mi derecha. Tampoco me convencía el simple desprendimiento de lo que ya no me gustara o ya no quisiera o ya no me quedara o me sobrara.

Buscaba y buscaba afanosamente un sentido diferente a la generosidad. Vivir y luchar por una causa común, que englobara el bienestar para todos y todas, me parecía y me parece una experiencia más próxima al verdadero sentimiento de caridad. Compartir lo que tengo y lo que no tengo, lo que sé y lo que no sé, lo que espero y lo que no espero, se me antoja más humanamente solidario. Ello no quiere decir que no haya momentos en que un gesto obsequioso colme oportunamente una inmediata necesidad, o en que una palabra pródiga alivie la desesperanza, o en que unas monedas salven una vida. Pero si todo se hace solamente en pos de una recompensa eterna o de un reconocimiento público o para adormecer las conciencias, ya no existe caridad. Darle a unos mendigos unas monedas a cada uno, a mí me suena a burla. ¿Qué van a hacer esas personas con ese dinero? ¿Cuántos sapos y sapas no habrán estado acechando a las futuras presas? ¿Unas cuantas monedas les devolverán la dignidad de la vida? ¿Y todos los demás indigentes? Bueno, ahora habrá mendigos ricachones y mendigos pobretes.

¡Qué tal caridad gubernamental! Cientos de niños y niñas callejean hasta altas horas del desvelo. Otros más duermen sobre veredas frías, abrigados por periódicos y cartones. Miles de chavales sacian el hambre a punta de gasolina, betún o algún olor que se les parezca. Otro tanto ha sido obligado a vender su cuerpo al más lujurioso postor. Millones conservan de por vida las huellas de la desnutrición, de la violencia y del abuso sexual. ¿Y qué hacemos? Taparnos los ojos, darnos golpes de pecho, lamentarnos de esa pobre gente y deslizar a distancia una que otra moneda. Así, qué importa que la mano izquierda sepa lo que hace la derecha.

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