7/09/2011

Una vez salió un sembrador a sembrar

Los hombres somos quienes hemos dañado la tierra y está al borde del colapso. La “Buena Madre Tierra” podría dar suficiente alimento y cobijo a toda la humanidad, pero los excesos y la explotación irracional han puesto en grave peligro a las generaciones venideras. Cuántas empresas, madereros y terratenientes se enriquecieron de nuestros montes, de nuestras verdes sierras, fraccionando fértiles terrenos y rapando extensiones inmensurables.

Cómo se siguen sobreexplotando las entrañas de la tierra, arrancando irresponsablemente sus tesoros, sus aguas, su petróleo… y ¡todo para beneficio de unos pocos! Los lechos de nuestros ríos están atascados de basura y de desperdicios. La mayoría de los desagües contaminan mares y lagunas. Irresponsablemente emitimos gases, polución, calor, químicos y desechables que la están asfixiando.

“La creación está sometida al desorden, no por su querer, sino por la voluntad de aquel que la sometió”. El problema del deterioro de la creación no podrá frenarse, ni resolverse mientras no cambie radicalmente la concepción que el ser humano tiene sobre ella y sobre los conceptos de responsabilidad, felicidad y fraternidad. Mientras la creación sea vista solamente como un factor productivo y un recurso explotable, la lógica del consumismo exigirá que se le explote al máximo a fin de continuar siendo “competitivos” y dejando una estela de muerte para el futuro.

Mientras la ambición supere a la responsabilidad frente al don que Dios nos ha confiado, la seguiremos destruyendo impunemente. Mientras el individualismo, el placer y la seguridad personal predominen sobre el sentido comunitario fraternal, continuaremos acabando con el cosmos que es la casa no de cada uno, sino la casa de todos.

La naturaleza sufre las consecuencias del pecado humano, pero vive la esperanza pues también ella será liberada de esta esclavitud que significa la decadencia y el deterioro. La creación gime y participa de los sufrimientos de este último tiempo pues no hay relación entre la finalidad para la que fue creada y la situación actual. Pero también la creación entera participa de la redención de la obra de Cristo. ¿Mataremos nosotros esta esperanza?

Nosotros, discípulos, somos los hombres de la Palabra y debemos sembrar esperanza y no convertirnos en plañideras de lamentos y desilusiones. Frente a una creación que gime y agoniza, está muy clara nuestra tarea: no es segar, ni cosechar, sino sembrar, sembrar con abundancia, sin cálculos mezquinos, sin exclusiones, sin medida. Dejemos las desconfianzas, las recriminaciones inútiles y los pesimismos que paralizan, y lancémonos a sembrar. Sembrar nuestro mundo de la Palabra, pero también sembrar semillas en nuestros campos, flores en nuestras ciudades y árboles en los montes y en las sierras.


Sabemos que encontraremos terrenos pedregosos, pero no tengamos miedo ni a los tropiezos, ni a los rechazos. La gota de agua abre la más dura roca y la Palabra sembrada con amor y constancia abre los corazones. Moverse entre las espinas acarrea laceraciones y piquetes, pero hay quienes se han tornado ariscos y defensivos por falta de amor, y sólo el bálsamo de la Palabra amorosa logrará sanarlos.

Salgamos a los caminos, no nos encerremos en nuestro capillismo y en nuestro grupo. Necesitamos llevar la Palabra a todas las veredas, a todos los sitios, interpelar a los desconfiados, mover a los indiferentes, animar a los desconfiados. La Palabra tiene que anidarse en el corazón para poder dar fruto, pero si no la sembramos ¿qué esperanza tendremos?

¿Qué estamos haciendo por el cuidado de “la Madre Tierra”? ¿En qué se nota nuestro compromiso serio por cuidarla y protegerla de la basura, de la contaminación y del deterioro?

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